El sufrimiento de una madre
Miércoles, Mayo 2, 2012 | Por Frank Correa
LA HABANA, Cuba, mayo, www.cubanet.org -Cora  tiene setenta años y fue 
una aguerrida militante del partido comunista hasta  hace unos años, que 
se retiró de su empleo como secretaria general del Sindicato de la 
Industria Alimenticia. Entonces comprendió que su chequera  no 
alcanzaba solo  para empezar el mes. No podía comer ideología,  ni 
desayunar tareas, dijo, y entregó el carné del partido para  convertirse 
  al cristianismo.
Cora  vive sola,  su hija Mily  se  marchó hace años  en una balsa para 
Estados Unidos y su hijo Pipe cumple una condena  de treinta años en la 
prisión de Quivicán  por robo continuado. Como la comunidad evangélica 
de Jaimanitas no tiene casa de culto,  ofreció su  vivienda y también 
brindó uno de sus cuartos  para que viviera el  pastor hasta que 
encontraran  un lugar donde levantar la iglesia.
La  fe en Cristo ayuda  a Cora  a soportar la   pesada cruz  que son 
las visitas todos los meses hasta Quivicán,  a llevarle la jaba a su 
hijo, que cada  vez  cuesta  más cara, porque  ahora Pipe le pide 
exquisiteces.  Aunque Mily  la ayuda  enviándole dinero desde Miami, 
ya no le alcanza,  porque  el recluso  además de los  cartones de 
cigarros  y la comida de siempre,  ahora le pide  dulces en almíbar, 
quesos, leche condensada, latas de albóndigas de carne,   refrescos de 
latas…  En  sus llamadas telefónicas le  jura  que si  no le lleva esos 
pedidos, tiene que ahorcarse.
Los viajes hasta la prisión de Quivicán  son un suplicio. Debe 
trasladare con la pesada jaba hasta la terminal El Lido, en Marianao,  y 
allí tomar un camión que la deja  a  tres  kilómetros de la entrada del 
penal.  Hace poco Cora enfermó y tuvo que buscar  a  una persona  para 
que lleve  la jaba a la  prisión.  El individuo que se brindó para la 
faena fue  un recién  convertido  a la fe de Cristo,   que era  de la 
peor catadura y   apodan en el pueblo   peste a perro,  que además de la 
hermandad religiosa,  iba tentado por los cinco cuc que Cora    paga  a 
quien la supla en su  dedicada misión de madre.
Peste a perro contó como testimonio en el culto de la iglesia esa noche, 
  al regresar de la visita, que   pensaba haberlo visto ya todo en la 
vida, pero  quedó estupefacto  tras   cargar con estoicismo el pesado 
fardo hasta la terminal  El Lido y recorrer  los tres kilómetros que 
separan la carretera  de la prisión,   más que el  horror  visto  dentro 
de la  sala enrejada y los clamores de libertad de los  reclusos,  la 
triste realidad  y el calvario que  está viviendo Cora: aquella jaba de 
alimentos deliciosos y tan caros  que Pipe  exige son  para  pagar  a 
los carceleros y a varios  reclusos  sus deudas de juego.
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