Libros para calentar
Miércoles, Noviembre 14, 2012 | Por Tania Díaz Castro
LA HABANA, Cuba, noviembre, www.cubanet.org -Cada año, cuando comienzan 
los primeros días invernales de noviembre, recuerdo a las mujeres de la 
Prisión Manto Negro, situada en el poblado de Guanajay, provincia de 
Artemisa. Aquellas celdas, pequeñas y estrechas, que eran verdaderos 
hornos durante el verano,  se convertían en congeladores en los meses de 
invierno.
Justamente a mi llegada, con los primeros fríos de 1989, me impactó ver 
lo que hacían aquellas mujeres, muchas de ellas casi ancianas, y otras 
demasiado jóvenes, para poder bañarse. Al principio, me negué a calentar 
el agua como lo hacían, quemando libros, y me bañé un par de veces, 
temblando por el agua helada.
Más tarde, en enero y febrero, cuando el frío se hizo tan intense que 
acepté, contra mi voluntad, aquella práctica, que a mi, una bibliófila, 
me  parecía ¨bárbara¨. Y entonces aprendí a hacer una fogata. Estrujaba 
páginas de libros hasta que quedaran bien comprimidas, y las colocaba 
debajo de una lata de aceite llena de agua, elevada sobre dos ladrillos.
"Acabo de bañarme gracias a José Martí", me dijo sonriente una chica que 
no pasaba de los 18 años, condenada a un año de prisión porque le había 
aceptado unos zapatos a un extranjero. Yo la miré con mucha pena.
No hace mucho, me encontré con una de aquellas mujeres en la calle y me 
detuve a conversar con ella. Le pregunté si sabía si continuaba en Manto 
Negro la misma costumbre de quemar libros para calentar el agua, y me 
dijo que sí, porque la situación adentro no había cambiado.
En la biblioteca del penal, donde yo iba con frecuencia en busca de 
algun buen libro, se vaciaban los estantes en los meses de invierno, y 
era del conocimiento de las militares el modo en que desaparecían sus 
libros, para ser convertidos en ceniza en las fogatas de las celdas.
El alma se me caía al piso, cuando veía que deshojaban un ejemplar de 
Ana Karenina, novela que marcó mi adolescencia; o uno de La Divina 
Comedia, el libro preferido de mi padre; o El Rojo y el Negro o la 
poesía mayor de José Martí.  Luego, me acostumbré.
No obstante, recuerdo, satisfecha, un pequeño triunfo. Logré que las 
presas del Destacamento Uno, donde permanecí un año por pedir 
públicamente un plebiscito en Cuba, en vez de quemar obras valiosas de 
la literatura universal, buscaran para quemar revistas y periódicos 
viejos con discursos kilométricos del Comandante en Jefe, de los que hoy 
ya nadie se acuerda.
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