Nueve de la mañana a las afueras del Combinado del Este, la mayor 
prisión de Cuba. Decenas de familias se agolpan para oír a una adusta 
militar que grita los apellidos de los presos. De inmediato, nos mandan 
a avanzar por un camino estrecho hacia la garita donde revisan los 
bolsos y pasan el detector de metales sobre nuestros cuerpos. 
Inspeccionan también los sacos de comida que durante semanas se han ido 
llenando de galletas, azúcar, refrescos instantáneos, cigarros y leche 
en polvo. Son el resultado del desvelo y del desprendimiento de los 
parientes que se privan de estos alimentos para donárselos a los reos.
Una mujer llora porque el guardia no le deja pasar los mangos maduros 
que trae para su hijo. En la cerca alrededor de la entrada la gente 
cuelga –sin ninguna protección– todo aquello que no le permiten entrar. 
Hay una bolsa con un teléfono móvil, una cartera de jovencita, un 
desodorante que el oficial dijo se podía convertir en alcohol destilado 
dentro de aquellos muros. A mi me revisan las revistas que llevo, me 
suben de un tirón la cremallera de la chaqueta y me meten los dedos 
entre el pelo. Delante de mi hay alguien que intenta colar un cake para 
un cumpleaños que de seguro ocurrió hace meses. Un joven se agarra con 
fuerza los pantalones pues le han impedido ingresar su cinto. Tal 
pareciera que vamos a sumergirnos en el infierno y –de alguna manera–- 
es así.
El local donde discurre la visita huele a sudor, a sudor y a encierro. 
Los dos presos italianos frente a mí ponen palabras una detrás de otras 
con desespero. Han sido detenidos por el asesinato de una menor en 
Bayamo, pero aseguran no haber estado en la Isla por lo días del crimen. 
Llevan ya más de un año encarcelados sin que se les haya hecho juicio y 
yo trato de reconstruir periodísticamente el derrotero del caso. Uno de 
ellos, Simone Pini, me habla de las irregularidades policiales y acuerdo 
con él indagar. "No puedo hacer mucho" –le aclaro– "y tampoco tengo 
acceso a los datos de la investigación, pero averiguaré". No he 
terminado la frase cuando un militar grita mi nombre desde la reja del 
salón. Y me conducen hacia la otra cara del Combinado del Este. A la 
oficina pulcra, climatizada, forrada en madera, donde radica El Jefe. 
Quedó retenida en una parte diferente del mismo horror, mientras un 
teniente coronel me advierte que no me dejarán entrar, nunca más, a esa 
prisión. Cuando intento irme, noto que la puerta tiene un llavín con 
cuatro combinaciones. "Cuánto miedo"… pienso para mis adentros. Me 
escoltan hasta la salida y veo la fila de los parientes para la nueva 
visita que comienza al mediodía. Cargan sacos con nombres garabateados y 
alguien gime porque no le dejan entrar un regalo. Descubro en ese 
momento que algo triste se ha instalado en mí, como el peso de unos 
barrotes que desde entonces cargo hacia todos lados.
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